(o los medios deciden no hablar de ellos) con motivo del mundial de fútbol. En Chile, a nuestra vez, hemos vivido estos días ensimismados con los estragos de las lluvias.

Las peores desde 1926, según los meteorólogos, lo que le viene bien al gobierno para enfatizar en el hecho de que el drama no es tanto por lo que falta por hacer como por lo que la naturaleza se empeña en estropear. Vieja falacia, propio de éste y de todos los gobiernos anteriores, porque año a año las calles santiaguinas se convierten en ríos, en las poblaciones la gente ve sus casas inundadas, y los llamados campamentos se convierten en escenarios de las peores miserias dickensianas, que la TV se solaza en mostrar una y otra vez, y el país se conmueve, la iglesia moviliza sus legiones recogiendo ropa y comida, y en las casas todos miramos las pantallas y echamos algún lagrimón y nos decimos que es bueno, en verdad, llevar a la parroquia cercana alguna ropa en desuso o depositar algo de dinero en la cuenta que el Estado decide abrir para reunir fondos públicos solidarios. Mientras tanto, no hay más remedio que interrumpir la construcción de la supercarretera que atravesará la ciudad, destruyendo parte importante de nuestro magro río Mapocho a un costo de trescientos millones de dólares, un tercio de lo que costaría resolver los problemas de construcción del sistema de evacuación de aguas lluvias de la ciudad. Lo increíble de todo esto es que el único sector de la ciudad que se salva del todo de los estragos del temporal, es el centro de Santiago, gracias a que todo el sistema de alcantarillados y demases, data... ¡del siglo XIX!

A. Santiago, Chile.