( 12/2006 ) -- Mi vecina, antigua actriz, tributaria todavía de recursos histriónicos y una gran voz, se asoma a la puerta de su casa y da la clarinada noticiosa: ¡Murió Pinochet! ¡Por fin! ¡Se fue a la cresta el desgraciado! Y se desgañita sin dar muestras de que se agote su entusiasmo.

Conmoción en el condominio, que luego se extiende al barrio, a la ciudad, al país. El íntimo deseo de millones se ha cumplido. Las radios y los canales de televisión interrumpen sus programas habituales para propalar la noticia. Los diarios sacan a la calle ediciones especiales. Los políticos, los empresarios, los obispos persiguen a los medios para que el país conozca sus importantes opiniones. El ejército se moviliza como si se tratara de preparativos de guerra. El general Izurieta da su opinión. La familia Pinochet y Pablo Rodríguez Grez dan su opinión. Los ojos y oídos de la nación se concentran en la Fundación Pinochet , atentas a lo que ésta diga o haga. En La Moneda no saben cómo actuar y el comité político tras largas deliberaciones deciden que lo mejor es no decir nada. El prestigio del General, junto con el deterioro de su salud y la puesta en evidencia de sus crímenes, trapacerías y latrocinios, hace rato que se desplomó, y sin embargo, apenas la noticia de su muerte empieza a circular, medio millón de personas se prepara para asistir a sus funerales, que serán, que nadie lo dude, los más espectaculares de nuestra Historia. Así somos los chilenos. Ambiguos siempre, pero a la hora de nuestra hora, capaces de apretar filas, llevar nuestra mano derecha al corazón, y enjugar una lágrima final por el finado, diciendo unos –por boca de algún ministro o más bien del Cardenal—que no seremos nosotros quienes juzguemos, será Dios o la Historia quienes lo hagan, pero que , después de todo, el caballero, examinado en su contexto, tan mala persona no era; y vociferando otros, con el persuasivo vozarrón de Patricia Maldonado, que Pinochet era lo máximo, era El Rey.

Me siento aturdido, desconcertado, contrito ante tanta confusión. No sé cómo reaccionar, pero por fortuna, en el momento en que las floristas de la Pérgola de La Vega cumplen el ritual de cubrir con una lluvia de pétalos el multitudinario cortejo, y la angustia y la rabia comienzan a hacérseme insoportables, oigo otra vez la voz de mi vecina. Está llamando al mayordomo del condominio por alguna razón doméstica. Me doy una vuelta brusca en la cama y despierto.

Todo ha sido un mal sueño. Pinochet sigue vivo y lo celebro. Puede que el 86 haya lamentado el fallido desenlace del atentado del Cajón del Maipo. Cambié pronto de idea. Si a Jaime Guzmán, el torpe asesinato cometido por quienes confundieron los ideales revolucionarios con sus calenturas personales, hizo de él y para siempre un egregio prócer republicano cuyo nombre me asalta todos los días mientras vuelvo a casa por la avenida que perpetúa su recuerdo, no es difícil imaginar lo que habría ocurrido con Pinochet si hubiera muerto entonces o después, mientras su demencia subcortical no se manifestaba todavía y el general se paseaba airoso, sonriente y lozano, dueño de sí mismo, aplicando sus talentos y astucia en la búsqueda de los escondrijos bancarios donde poder ocultar los muchos dólares mal habidos.

Qué bueno que el General no se murió prematuramente. Qué bueno que siga vivo todavía. Y, ¡por favor! que no se nos muera mientras no toque fondo en la letrina de sus propias heces en que se está hundiendo. Queremos verlo cada vez más viejo, que enfrente a sus interlocutores con la mirada perdida, implorando algo, nunca el perdón, talvez sólo el dinero necesario para poder comprarle el último modelo de cartera Vuitton a la Lucia en su próximo cumpleaños. Queremos ser testigos de cómo se va achicando, no sólo moralmente, sino físicamente. Imaginarlo, en una escena que algún imitador de García Márquez no desdeñaría, convertido conforme a la imaginería de viejas filosofías, en un bebé de cien años, mientras sus incondicionales Hermógenes, Cortés Villa, Garín o Labbé se disputan fieramente el honor de acunarlo en sus brazos, susurrarle al oído tiernas canciones de cuna y depositarlo en su camita de anciano-niño, velando por el sueño finalmente apacible de quien yace en vida como si ya estuviera muerto, olvidado él del mundo y habiéndolo éste, a su vez, relegado al piadoso pero inexorable olvido sin perdón.

¡No te mueras nunca!

Carlos Orellana. Santiago, Chile.

... Escrito en otra de las ya numerosas ocasiones en que Pinochet llega al hospital militar justo en vísperas de un proceso judicial ( ... )