El velorio de Augusto Pinochet
Se informa que Augusto Pinochet, el feroz dictador chileno, está siendo velado en la Escuela Militar de Santiago de Chile.
Mi esposa, mi hijo de un año y yo estuvimos detenidos cuatro dÃas en ese recinto desde el cual fui enviado al Campo de Concentración de Tejas Verdes, en el año 1974. La Escuela Militar se habÃa convertido en un recinto de tortura y de muerte. Augusto Pinochet, su jefe máximo, se paseaba por los pasillos del recinto imitando a los jefes nazis que sólo treinta años antes habÃan asesinado a miles de comunistas, francmasones, homosexuales, y a millones de judÃos. Allà también se paseaban otros generales, coroneles y capitanes que compartÃan los sangrientos puntos de vista de este feroz general.
En uno de los dÃas de nuestra detención se me llevó a una pequeña oficina donde habÃa solamente un escritorio, tres sillas, unos banderines con la bandera chilena y unos guardias que me apuntaban con sus amenazantes metralletas. Entraron dos oficiales. Me informaron que me harÃan preguntas y que cada vez que yo mintiera un yatagán que habÃan puesto bajo las uñas de mis dedos se irÃa levantando hasta arrancármelas una por una. Comenzaron un interrogatorio absurdo. QuerÃan saber cuántas armas habÃan ingresado los rusos al paÃs. Dónde estaba el senador Carlos Altamirano. En qué lugar se encontraba Miguel EnrÃquez, y si este apellido se escribÃa EnrÃquez o HenrÃquez. Eran dos jóvenes oficiales (en ese tiempo éramos todos muy jóvenes) que a medida que avanzaban con el interrogatorio se iban aburriendo y comenzaban a hacerse bromas entre ellos aludiendo a muchachas de sus amores y volviendo a mà con mayor torpeza y mayor brusquedad. El cuchillo me lo fueron levantando paulatinamente y cuando aparecieron las primeras gotas de sangre se detuvieron a conversar entre ellos.
En ese tiempo en la Escuela Militar habÃa un constante ajetreo. Se escuchaban voces de mando desde todas partes pero lo que más se escuchaban eran los gritos enormes, profundos, dolorosos, de gente que estaba siendo torturada en otros rincones. El interrogatorio era interrumpido por estos llantos, por estos ruegos de que no me peguen más si yo nada sé, qué quieren que yo les diga.
Cuando mi ignorancia no me permitió decir lo que estos oficiales esperaban que yo dijese, se levantó uno de ellos y regresó a los pocos minutos. Cuchichearon por un momento y cuando el oficial se sentó, escuchamos nÃtidamente el llanto de un niño, llanto que se filtraba por una de las paredes colindantes a nuestra salita.
El oficial que habÃa salido me dijo:
-¿Reconoces el llanto?
Yo habÃa creÃdo reconocer el llanto de mi hijo de un año que habÃa sido sacado junto a su madre y a mà de la casa del señor Obispo de la Iglesia Luterana, don Helmuth Frenz, y trasladado, junto a nosotros, hasta la Escuela Militar. Pero pensé que me estaba imaginando una situación. Y me asusté porque muchos de mis amigos habÃan entrado en momentos de trastornos tristes cuando se enfrentaban a las realidades inimaginables de la prisión bajo el régimen de Pinochet. Dije que no. Que no reconocÃa a nadie.
-¿Qué clase de padre eres?- me dijo el otro oficial. El niño siguió llorando. Ahora tuve la certeza que era realmente mi hijo. Que lo habÃan llevado a la oficina próxima para presionarme el alma. Una dulce voz de madre desesperada pudo decir dos palabras que yo no pude entender. Era mi esposa. Sin duda que era ella. Los militares, los valientes soldados de la patria, los aguerridos uniformados de la Escuela Militar de Santiago de Chile, utilizaban a una mujer y a un niño para que el padre-esposo, si no sabÃa, si se hacÃa el tonto, si pretendÃa ser más avispado que ellos, al menos inventara una historia para que no quedaran ante sus jefes como unos perfectos idiotas.
-Tienes que decirnos algo- dijo el más joven.
Entonces yo les conté que nos vinimos del sur porque nos habÃan echado de nuestros trabajos y que la Embajada del Canadá tenÃa toda nuestra documentación pues viajarÃamos muy pronto a aquel paÃs. Se movieron de sus asientos. Se miraron fijos. Incrédulos, me exigieron que les entregara mayores antecedentes y noté que se preocuparon que hubiese extranjeros involucrados en nuestras vidas.
Dos dÃas más tarde mi esposa y mi hijo fueron dejados en libertad y a mà se me envió al Campo de Concentración de Tejas Verdes. Pero durante todas las otras horas que estuvimos en ese lugar fuimos testigos de las torturas de cientos de personas, del llanto de niños, de jóvenes, de mujeres, de adultos, que eran introducidos en celdas, golpeados con laques, lazos, palos, fierros; que eran colgados contra paredes; que eran amarrados fuertemente de manos y de pies con alambres con púas. Fuimos testigos del paseo de los oficiales del ejército de Chile que verdaderamente imitaban a los nazis en cada gesto, en cada paso, en cada palabra, en cada comportamiento. Fuimos testigos de la deformación humana, de la inhumanidad que produce sentirse protegidos por un lÃder, que era el tal Pinochet, al que creÃan el imbatible, el todopoderoso, el modelo de militar dispuesto al mandato total, y dispuesto al crimen. Esto es parte de lo que vimos y lo que vivimos la Escuela Militar de Santiago de Chile. Esta institución fue vilipendiada, ultrajada, ofendida, por esas fuerzas militares asombrosamente criminales. Es, pues, el lugar perfecto para velar los restos de Pinochet porque realmente de eso, en los diecisiete años de presunta democracia, nada ha cambiado. Observen cómo se comportan en el velorio y el funeral y verán que se parecen mucho a los de aquel entonces. Nada ha cambiado en ese mundo militar. Nada ha cambiado. Nada.
Juan Carlos GarcÃa
Diciembre 2006, Canadá
En uno de los dÃas de nuestra detención se me llevó a una pequeña oficina donde habÃa solamente un escritorio, tres sillas, unos banderines con la bandera chilena y unos guardias que me apuntaban con sus amenazantes metralletas. Entraron dos oficiales. Me informaron que me harÃan preguntas y que cada vez que yo mintiera un yatagán que habÃan puesto bajo las uñas de mis dedos se irÃa levantando hasta arrancármelas una por una. Comenzaron un interrogatorio absurdo. QuerÃan saber cuántas armas habÃan ingresado los rusos al paÃs. Dónde estaba el senador Carlos Altamirano. En qué lugar se encontraba Miguel EnrÃquez, y si este apellido se escribÃa EnrÃquez o HenrÃquez. Eran dos jóvenes oficiales (en ese tiempo éramos todos muy jóvenes) que a medida que avanzaban con el interrogatorio se iban aburriendo y comenzaban a hacerse bromas entre ellos aludiendo a muchachas de sus amores y volviendo a mà con mayor torpeza y mayor brusquedad. El cuchillo me lo fueron levantando paulatinamente y cuando aparecieron las primeras gotas de sangre se detuvieron a conversar entre ellos.
En ese tiempo en la Escuela Militar habÃa un constante ajetreo. Se escuchaban voces de mando desde todas partes pero lo que más se escuchaban eran los gritos enormes, profundos, dolorosos, de gente que estaba siendo torturada en otros rincones. El interrogatorio era interrumpido por estos llantos, por estos ruegos de que no me peguen más si yo nada sé, qué quieren que yo les diga.
Cuando mi ignorancia no me permitió decir lo que estos oficiales esperaban que yo dijese, se levantó uno de ellos y regresó a los pocos minutos. Cuchichearon por un momento y cuando el oficial se sentó, escuchamos nÃtidamente el llanto de un niño, llanto que se filtraba por una de las paredes colindantes a nuestra salita.
El oficial que habÃa salido me dijo:
-¿Reconoces el llanto?
Yo habÃa creÃdo reconocer el llanto de mi hijo de un año que habÃa sido sacado junto a su madre y a mà de la casa del señor Obispo de la Iglesia Luterana, don Helmuth Frenz, y trasladado, junto a nosotros, hasta la Escuela Militar. Pero pensé que me estaba imaginando una situación. Y me asusté porque muchos de mis amigos habÃan entrado en momentos de trastornos tristes cuando se enfrentaban a las realidades inimaginables de la prisión bajo el régimen de Pinochet. Dije que no. Que no reconocÃa a nadie.
-¿Qué clase de padre eres?- me dijo el otro oficial. El niño siguió llorando. Ahora tuve la certeza que era realmente mi hijo. Que lo habÃan llevado a la oficina próxima para presionarme el alma. Una dulce voz de madre desesperada pudo decir dos palabras que yo no pude entender. Era mi esposa. Sin duda que era ella. Los militares, los valientes soldados de la patria, los aguerridos uniformados de la Escuela Militar de Santiago de Chile, utilizaban a una mujer y a un niño para que el padre-esposo, si no sabÃa, si se hacÃa el tonto, si pretendÃa ser más avispado que ellos, al menos inventara una historia para que no quedaran ante sus jefes como unos perfectos idiotas.
-Tienes que decirnos algo- dijo el más joven.
Entonces yo les conté que nos vinimos del sur porque nos habÃan echado de nuestros trabajos y que la Embajada del Canadá tenÃa toda nuestra documentación pues viajarÃamos muy pronto a aquel paÃs. Se movieron de sus asientos. Se miraron fijos. Incrédulos, me exigieron que les entregara mayores antecedentes y noté que se preocuparon que hubiese extranjeros involucrados en nuestras vidas.
Dos dÃas más tarde mi esposa y mi hijo fueron dejados en libertad y a mà se me envió al Campo de Concentración de Tejas Verdes. Pero durante todas las otras horas que estuvimos en ese lugar fuimos testigos de las torturas de cientos de personas, del llanto de niños, de jóvenes, de mujeres, de adultos, que eran introducidos en celdas, golpeados con laques, lazos, palos, fierros; que eran colgados contra paredes; que eran amarrados fuertemente de manos y de pies con alambres con púas. Fuimos testigos del paseo de los oficiales del ejército de Chile que verdaderamente imitaban a los nazis en cada gesto, en cada paso, en cada palabra, en cada comportamiento. Fuimos testigos de la deformación humana, de la inhumanidad que produce sentirse protegidos por un lÃder, que era el tal Pinochet, al que creÃan el imbatible, el todopoderoso, el modelo de militar dispuesto al mandato total, y dispuesto al crimen. Esto es parte de lo que vimos y lo que vivimos la Escuela Militar de Santiago de Chile. Esta institución fue vilipendiada, ultrajada, ofendida, por esas fuerzas militares asombrosamente criminales. Es, pues, el lugar perfecto para velar los restos de Pinochet porque realmente de eso, en los diecisiete años de presunta democracia, nada ha cambiado. Observen cómo se comportan en el velorio y el funeral y verán que se parecen mucho a los de aquel entonces. Nada ha cambiado en ese mundo militar. Nada ha cambiado. Nada.
Juan Carlos GarcÃa
Diciembre 2006, Canadá