Primer mes

Carlos Orellana - 1978

 

Esa mañana me despierto muy temprano y apenas ocurre me pongo inmediatamente de pie. Hace frío en el estadio, y con saltitos de pájaro me muevo entre los cuerpos apretujados, procurando no pisar sino en los estrechísimos espacios que quedan entre los grupos de los que duermen.

¿Para qué tan temprano?, suele preguntarme César, una hora y media después, cuando él y todos los demás se levantan. No lo sé. Simplemente me ha ocurrido siempre así. Rara vez he podido sentir ese deleite de permanecer despierto en la cama. Sólo si existe la posibilidad de hacer el amor, recuerdo.

Debe ser, en fin, un hábito placentero y tenaz, puesto que allí están mis compañeros, que al fin se han despertado, y siguen, sin embargo, inmóviles, algunos con los brazos detrás de la cabeza, abrigados apenas con las miserables cobijas, sobre el suelo frío y durísimo, no hay desayuno en perspectiva, no hay diarios, no hay libros, sólo conversaciones cuyo desarrollo inevitable conocemos todos de antemano.

¿Para qué, en efecto? La tarea más inmediata consiste en pasear con tranco enérgico desde la reja exterior hasta el fondo del pasillo, que se prolonga trepando hacia las galerías. Cuarenta o cincuenta metros en pendiente que uno recorre mientras atisba a la docena de madrugadores, algunos tal vez enciendan un Hilton, alguien que tuvo los doscientos escudos para pagar al soldado o quizás agarrar un paquete de los que el padre Juan suele tirarnos por encima de las rejas. No siempre ocurre, pero suele suceder si el tipo es amistoso y comparte contigo dos o tres chupadas, o te entrega —felicidad suprema— toda la parte final del cigarrillo.

La necesidad de fumar y el hambre son a esas horas los apremios mayores. Mucho después vendrá el final del día, el atardecer, y mirando los crepúsculos obstinados, tan absurdamente bellos, las angustias descubrirán otras raíces. Pero por el momento el día está apenas comenzando.

El frío es también otro apremio, pero hay muchos modos de combatirlo. Esta caminata de reja a escotilla tiene justamente esa finalidad. Puesto que no tendremos nuestra primera taza de café sino hasta tres o cuatro horas después, calentamos el cuerpo como podemos, yendo y viniendo sin mucho concierto.

Algunos se empeñan en acercarse lo más posible a la puerta de la escotilla. Trepan el primer o segundo escalón, allí alcanzan a recibir el sol hasta los hombros; atisban la punta de los fusiles y los cascos, arriba, a cada lado, únicos signos visibles de nuestros vigilantes. En algún momento ellos se vuelven y detienen el lento ascenso, porque no es todavía la hora reglamentaria de aflorar a la superficie.

Cuando son las nueve, a veces un poco antes, otras mucho después, los soldados se levantan y con un gesto mudo indican que podemos salir. Para ese entonces la mayoría ya se ha levantado, el sol penetra mucho más profundamente en el interior, y entre bromas y pullas y gestos huraños, apiñados, disputamos por cada trozo asoleado.

Los soldados hacen el gesto, salimos, y entonces comienza de verdad el nuevo día.

2

Hoy va a ocurrir, o quizá fue ayer, no lo sé; acaso vaya a ser mañana o pasado mañana. Murió Neruda, Corvalán fue detenido. Qué es lo que todavía podría asombrarnos o herirnos más profundamente. Soñar cien veces esta realidad sin llegar del todo a aprehenderla. Ese mismo día —¿o fue otro día?— se suceden las visitas: el cardenal Silva Henríquez, pálido, con la voz entera pero contenida, diciendo menos cosas de las que seguramente quiere o hubiera querido decir. El coronel a cargo del estadio nos habla a través de los parlantes poderosos; una perorata estúpida, empieza por presentarse dando a conocer sus títulos, indicando su jerarquía militar; pone énfasis en nuestra condición de prisioneros de guerra, y todos vemos su figura gesticulante aun desde los rincones más alejados del estadio, porque nos está hablando desde la tribuna donde tantas veces vimos y escuchamos a Salvador Allende. Llegan además los periodistas: camarógrafos de cine, fotógrafos de prensa, reporteros, son centenares; entran en tropel por la puerta de la maratón. Representan a importantes diarios y revistas del mundo, a la televisión; miran ansiosos, hablan todos a la vez, ofrecen cigarrillos desde la distancia; uno con notorio acento español pregunta por Patricio Guzmán, el cineasta de Primer Año, quiere tener noticias suyas. Miramos este espectáculo fascinante, incomprensible, la mayoría no atina al principio a hacer otra cosa: sólo mirar. Alguien grita ¡tenemos hambre!, y se gana un gesto reprobatorio de la mayoría de nosotros, aunque sepamos que no está mintiendo. Otros sonríen, no pueden evitarlo, es un gesto tan normal cuando te están enfocando con una cámara. César Fernández no sonríe, no se entera que lo están fotografiando, ni sabe que esa foto saldrá más tarde en el Libro Negro publicado por periodistas de Alemania Federal; y no puede imaginar, y yo tampoco, que muchos meses después, ya en el exilio, me mostrarán el libro en París, me toparé con su fotografía y no podré contener las lágrimas.

Otra visita: el encapuchado. Da la vuelta a todo el estadio, y desde el otro lado de la reja olímpica va realizando su lento escrutinio; nos movemos apenas tratando de pasar inadvertidos, sólo el imperceptible rumor de quince mil respiraciones. Me va a costar mucho olvidar esa mirada líquida apenas entrevista detrás de la máscara grotesca. Recibimos también la visita del padre Juan, con su verba meliflua ofreciendo cigarrillos, la sonrisa hipócrita prometiendo contactos con los familiares, pidiendo resignación, vendiéndonos una mercadería de amor y sumisión a la junta militar. Ese mismo día llegó por primera vez la Cruz Roja y tuvimos una ración extra de café, ¡café con leche verdadera! Nos dijeron que organizarían la entrega de paquetes enviados por los familiares; nos entregaron los paquetes, en efecto, despojados prolijamente de alimentos y cigarrillos, cada cual fue a buscar el suyo, y ese día salí entonces por primera vez de mi sector, recorrí medio estadio, rompí la rutina de las doscientas cuarenta y seis caras de mi escotilla, vi muchos rostros nuevos, estreché muchas otras manos: Ricardo Iturra, Hernán Vega, Samaniego, Raúl Palacios, Contreras, Renato Leal; Luis Razeto, cuyos rasgos faciales eran ahora más cercanos a Cristo que al Che Guevara; Mario Navarro, el de la bondad proverbial, repartía aliento y coraje, y me trajo las primeras noticias de mi hijo Fernando: fue puesto en libertad poco después de haber sido detenido, gracias a una audaz gestión de Fernando Balmaceda, con quien trabajaba en el departamento de Cine de la Universidad. Encontré también a alguien cuyo nombre olvidé, lo habían maltratado mucho, estaba asustado y resentido: me explico —me dijo— que les pase esto a ustedes, después de todo son políticos, pero a mí por qué, yo soy únicamente un técnico.

Ese mismo día juntamos cigarrillos, restos de chocolates, trozos de pan. Y Rondón y el senador Araneda, que había llegado diciendo soy el senador Araneda —el milico lo miró apenas, no hay más senadores, le dijo, el Congreso se acabó—, reunieron en nombre de los comunistas de las escotillas números cinco y seis a los brasileños, los uruguayos, un venezolano, dos colombianos, y les entregaron el producto de nuestra colecta, magro desagravio por la furia chovinista homicida descargada con particular saña contra ellos. Ese mismo día, Boris Navia escribió el primer relato de la muerte de Víctor Jara. Nos mostró el texto a Rondón y a mí, que había sido uno de los últimos testigos directos de Víctor con vida, y nos pidió su aprobación. Y luego ese texto salió al exterior, ignoro cómo, junto con una copia de la canción “Estadio Chile”, rescatada para que el mundo entero la conociera; Boris guardó otra copia dentro de uno de sus calcetines, se la descubrieron en el interrogatorio del velódromo y lo maltrataron mucho, creyeron que era un poema suyo. Lo habrían matado si hubieran sabido que se trataba de la composición póstuma de Víctor Jara. En el velódromo éramos tal vez trescientos, el ritual previo era larguísimo, todo el mundo de pie en la escotilla a las seis y media, la ansiedad nos quitaba el sueño; venía el suboficial y ordenaba con un grito que nos levantáramos, luego leía una lista de veinte o veinticinco nombres, se iba, hacía otro tanto en otra escotilla, y tras algunos minutos de ausencia volvía para leer otros veinte nombres. Y así sucesivamente. Un estilo que aplicaron siempre en todos sus actos: agregar al maltrato físico el tormento psicológico, las esperas angustiosas interminables.


Vino después la otra parte de la larga ceremonia. Como en todos los actos de nuestra falsa pieza teatral diaria, horas y horas marchando sobre la pista de ceniza, formar de a cuatro, de a dos, de a seis, te dan un número, contarse, leen de nuevo las listas, hay que decir presente, partir al velódromo, la hora ya muy avanzada, con la angustia de pensar que ese día hemos perdido el rancho del mediodía, el único de la jornada. Del protocolo en el velódromo ya dio cuenta Rodrigo Rojas en su libro, no voy a repetirlo; pero él olvidó evocar la calculada teatralidad que había en aquellas maniobras dictadas por el oficial al mando, cuya silueta veíamos detrás de la ventana del edificio, cincuenta metros delante de nosotros. La figura diminuta, pero la voz que truena por el parlante llamando uno a uno a los prisioneros, grupos de a trece, formar en el centro de la cancha, cada grupo asignado a Caracol A, a Baño Uno, qué sé yo. Ese día golpearon a Razeto; maltrataron a Rosales, de la Federación de Estudiantes; a Boris; a tantos otros cuyos nombres olvidé o nunca supe. A mí no me pegaron; el más gordo de los dos oficiales, ambos de la Fuerza Aérea, me mira desde detrás de sus anteojos oscuros, me apunta con su revólver, hace varias veces ademán de gatillarlo, pero no llega a hacerlo; me entierra el cañón en las costillas, me obliga a ponerme de cara a la muralla afirmado en ella con las manos en alto, los pies a medio metro, las piernas separadas, tiene un gesto como cuando a uno le van a patear los testículos, alude a las fotos de mis hijos que hallaron en mi billetera diciendo que no los voy a ver más; los recursos se repiten durante una hora, y enseguida viene el interrogatorio, y al cabo, no sé cómo puede ocurrirme algo tan absurdo, me sorprendo sintiendo una rara frustración, porque los fieros oficiales deben ser muy eficaces como torturadores pero como interrogadores son decididamente incompetentes. Ese día hubo un llamado especial para Ricardo Núñez, tememos lo peor, pero fue sólo una falsa alarma, o quizás una calculada alarma. Al final de la jornada, muchas horas después, separaron de la masa de interrogados a Luis Barría, a Manuel Estay, los dos de la Imprenta Horizonte; también a otro que no conozco, y a un cuarto que llevaron semidesnudo, arrastrado por dos soldados, tenía en el cuerpo signos de innumerables golpes, la cara llena de sangre, y cuando llegó la hora de comer —porque nos dieron de comer— un soldado lo sostenía, mientras otro le abría la boca para meterle la cuchara con lentejas. Ese mismo día, al atardecer, ya oscuro, hubo que echarse violentamente al suelo, porque las balas empezaron a llover; vimos cómo se desplegaban los pelotones de tropa en posición de combate más allá de nuestra reja. Los disparos de fusilería iban dirigidos, parece, a la Villa Olímpica; también los cañones livianos de algunos tanques. Ese día —esa noche, muchas otras noches— tronaron invariablemente las descargas en algún punto indeterminado del exterior del estadio, imposible saber qué pasaba, cuántos heridos, cuántos muertos. Es posible que esa madrugada el carabinero necesitaba comunicarse con alguien tras larga noche de vigilia. Se aproximó sin prisa a la reja. La mañana estaba helada y no se veía transitar a nadie y mirándome fijamente a los ojos me dijo: anoche nos echamos a sesenta.

Ese día iba, en fin, a comenzar. Salí el primero de la escotilla, y miré el vasto espacio intentando recuperar imágenes de un tiempo olvidado: el de los Clásicos Universitarios, por ejemplo, cuando el fútbol era todavía una fiesta.

La mole maciza del estadio, las tribunas y galerías están desiertas, no hay todavía representación, no hay drama, ningún actor o testigo, sólo un enorme escenario silencioso y vacío en el que, de golpe, me enfrento a un espectáculo asombroso: las cumbres nevadas de la cordillera, el cielo azulísimo, una de las mañanas más transparentes que pueda recordar; en la cancha un movimiento, un rumor sorprendente e inesperado: el estremecimiento de una veintena de mangueras crispándose como serpientes. De sus bocas surgen chorros de agua que crecen, se hacen más y más potentes, se elevan, se entrecruzan unos con otros; es una masa de espuma enceguecedora, una singular bandada de garzas gigantes sorprendidas en el instante de emprender el vuelo hacia el infinito.

3

Salimos y empieza la jornada. Lecturas alrededor de un Mercurio o una Tercera; algunos han lavado ropa y la tienden; otros disponen sus frazadas para protegerse del sol cuando empiece a picar fuerte; se juega a las damas, al ajedrez, el ingenio para fabricarse piezas no tiene límites; otros han conseguido naipes y las partidas se van a suceder durante horas. Otros se entretienen mirando una escena insólita: el jardinero del estadio, que recorre durante horas la cancha de fútbol encaramado en una máquina cortadora de pasto; podará el césped meticulosamente, y al día siguiente completará su tarea regando el vasto prado; nada parece ser para él lo bastante importante como para modificar su rutina funcionaria. Se discute poco, discutir hace daño, aunque nunca faltan los empecinados; preferimos la pequeña historia, la anécdota banal; reunirnos, por ejemplo, en torno al “Interventor”, un charlatán incorregible que habla y habla mientras talla en madera preciosas figuritas pascuences. Hay un corro también en torno a César, que nos asombra con sus inagotables acertijos matemáticos, y una cola formada para utilizar la única maquinilla de afeitar de que podemos disponer. Su dueño es un hombre moreno y menudo, físicamente un campesino chileno típico o, al menos, la idea que los capitalinos tenemos de un campesino chileno típico; el sombrero eternamente puesto, un cuerpo enjuto, contextura falsamente vigorosa, de muy pocas palabras; un parecido notable, dice alguien, con Corvalán. En verdad no es campesino sino minero de oficio; vive y trabaja en Argentina, y ese 11 de septiembre volvía a Chile después de muchos años. Lo detuvieron en la Estación Mapocho, al mediodía, y de allí lo condujeron directamente al estadio.

¿Quiénes son los demás? ¿de dónde vienen esos doscientos cuarenta y seis reclusos de la escotilla número seis? No tenemos sino signos exteriores: una sesentena son obreros de Hirmas, los cogieron en la fábrica y los trajeron con sus overoles y sus zapatillas de trabajo; otros son de Yarur; hay decenas de pobladores, comerciantes ambulantes, una veintena de estudiantes; un grupo grande de empleados del Ministerio de Educación, uno de ellos desapareció el día de la inspección del encapuchado y fueron muchos los que afirmaron entonces que el tenebroso personaje era nuestro desaparecido. Mi grupo es pequeño, somos once de la Universidad Técnica del Estado. En el Estadio Chile éramos doce, hasta el momento en que vinieron por Víctor Jara y se lo llevaron.

Es difícil saber quién es quién entre gente de tan variada procedencia. Es imposible profundizar relaciones, mostrarse demasiado locuaces, salvo ante quienes ya conocemos. En el curso de los días, sin embargo, va cobrando vigor la conciencia de nuestra común condición de prisioneros, se desarrolla un sentimiento de solidaridad que remonta en una suerte de espiral: el grupo inicial, los nuevos grupos con los que produce un cierto reconocimiento, los restantes miembros de la escotilla. En torno a todos se tiende un hilo sutil, persistente, que nos envuelve y nos confiere poco a poco el aire de una comunidad. Cerrada al comienzo, se abre finalmente al conjunto de los presos del estadio, con los cuales todos terminamos por fundirnos en una entidad única e indivisible: la misma ansiedad, la misma oscura esperanza.

Ocupados de esto o lo otro, o no dedicados a nada, a todos nos roe la misma tenaz obsesión. La hora del rancho. Lo dan en un momento indeterminado de la mañana. No son argucias gratuitas, las han ideado seguramente expertos en tortura psicológica, porque junto con enajenarnos la oportunidad de una alimentación verdadera nos venden la ilusión de que hemos desayunado y, simultáneamente, almorzado.

A menudo meditamos sobre esto. Conversamos con Boris, César, Rondón. Nuestra vida se ha tornado en extremo simple. Únicamente fronteras polares: miedo, angustia, hambre. Hambre sobre todo. Y en pocos días han logrado convertirnos —porque no cabe duda de que se trata de un objetivo deliberado— primero en niños y lentamente en seres que se van acercando a la condición de bestias. En los días vacíos, sin metas, y en ese instante sin horizontes, el hambre nos lleva, desde el principio de la jornada hasta su fin, a una preocupación loca y minuciosa por su satisfacción. Pensamos en comida, soñamos con comida, jugamos el juego masoquista de evocar manjares, imaginar banquetes suculentos, pensar en la hora dichosa en que el ser humano se sienta a la mesa del comedor. Paralelamente, hay sentimientos que nos corroen y que no querríamos tener: una envidia malsana si alguien en el reparto recibe una ración mayor, rencores y egoísmos soterrados, una pugna despiadada y por momentos feroz.

Pero ahora no pienso en eso. Puesto que la hora de la comida ha llegado, nada puede apartarme del placer incomparable de calcular cada cucharada, sorber lenta, deleitosamente, prolongar la alegría, alargarla, procurar que dure una eternidad; una sensación ambivalente, porque se mueve hacia atrás, hacia la raíz de la conciencia, allí donde nos asalta el terror secreto ante la cercanía de la barbarie; pero también hacia adelante, porque en mi gozo primitivo, en mi júbilo animal, alcanzo y asumo sin proponérmelo una condición infinitamente noble y humana.

4

El día empieza finalmente a extinguirse para nosotros y ya no nos queda nada sino la opción tenaz de recorrer un laberinto que carece de salida excepto su propio punto de partida. Pegado a las rejas exteriores, me dejo cautivar por los espejismos de la puesta de sol. En el interior de la escotilla, las personas y los objetos se incorporan a una penumbra que me empeño en empujar, ignorándolo, a una oscuridad sin retorno. Afuera las patrullas recorren los pasillos. De vez en cuando un guardián se detiene, me mira, ajusta mecánicamente su metralleta y prosigue su ronda. Más allá, los jardines últimos del estadio, macizos de flores marchitas, glorietas en ruinas, potreros abandonados. Más lejos, otras patrullas. Una frágil pandereta parcialmente derruida. Los perfiles de los techos de las lejanas casas del barrio, las chimeneas humeantes de un grupo de fábricas. No me es difícil imaginar el resto, la geografía física y humana de esa zona del sur de Santiago que atravesé durante muchos años porque era mi ruta obligada. Quiero atrapar de un golpe, separándolas y desmenuzándolas, todas las imágenes que esto debiera sugerirme, y sólo logro, tontamente, evocar un paisaje de una tarde de primavera como ésta, la cordillera al fondo, un vasto prado y un grupo de camellos pastando en él. No son los leones amarillos del sueño obsesivo del pescador de Hemingway. Hubo un tiempo en que los camellos estuvieron realmente allí, nunca los soñé; debe ser por eso, es una situación caprichosa y absurda, bambolean sus estúpidas jorobas como si quisieran sacarme del engaño, indicarme que ésa ya no es la ruta que atraviesa La Florida, que extravié para siempre el camino de Puente Alto, los campos aledaños, las asoleadas mañanas estivales, mis hijos, la promesa incumplida de llevarlos a Baños Morales; el remoto río Maipo es ahora un cauce seco que arrastra en el recuerdo sólo piedras y episodios olvidados.

La patrulla de los corredores no vuelve tan pronto, de modo que no tengo que disimular ante nadie las muestras de mi congoja. Querría precisar en la memoria dónde empezó todo, y me doy cuenta que en verdad es una historia, la mía, que ha estado constantemente comenzando, prolongándose, pasando de una etapa a otra sin rupturas, construyendo una nueva sin destruir previamente la anterior. Hasta el momento en que sobrevino el cataclismo.

Lloro por eso y no puedo evitarlo, mientras estoy plantado ante este atardecer de rojos violentos. No hay nada entonces que sea capaz de fijar en el recuerdo, o que pueda proyectar; alguna referencia, un signo de comunicación; vestigios, al menos, de un ensueño. Es el fin de toda lógica, una vida que se rompió como un espejo; no puedo recomponerla, o no sabría cómo hacerlo, aunque contara con puntos de apoyo que de todos modos, por ahora, no puedo siquiera imaginar que existan.

 

Carlos Orellana - Araucaria de Chile N° 4, 1978

 

 


Penúltimo informe - Informe final - Descarga / libros - Ayuda - Condiciones de uso

http://www.abacq.net/orellana/

www.abacq.net/   -   2011 - 2021