El final de los libros

José Ignacio Silva - 2013

 

El domingo, mientras el país estaba pendiente del resultado de una elección presidencial, moría la escritora británica Doris Lessing. Hace sólo seis años había obtenido el Nobel de literatura. La noticia, desde luego, hizo un ruido escasísimo en Chile. Pero no es la idea rasgar vestiduras por la desatención ante el deceso de una figura inmensa de la literatura actual. No viene al caso, no hay por qué.

El tema es que se acaba Doris Lessing (1919-2013), y aunque el cliché podría aparecer para salvar el día y darnos un consuelo estúpido, aduciendo algo así como que “muere el escritor y nace la leyenda”, lo cierto es que ya hay una figura menos que, a través de sus libros, prende velas por los vejados, por los pisoteados. Vivan donde vivan, porque hay injusticia en la esclavitud que persiste en el corazón de Africa, así como en la postergación de la mujer en el primer mundo, y en los rincones como Chile, que hacen su mímica. Quedan sus libros, que es lo que importa, quedan El cuaderno dorado y La buena terrorista. Ir por esos libros sería lo más sensato que se puede hacer en estos momentos.

Como las desgracias nunca vienen solas, también el ámbito libresco local perdió a uno de los suyos. El editor Carlos Orellana (1928-2013), guatemalteco de nacimiento, quien fue el manager del primer star system de la literatura chilena, la llamada Nueva Narrativa, una ola eminentemente comercial que se erigió como una generación de recambio o de iluminación del oscuro panorama literario chileno tras la dictadura de Pinochet, campo en el que urgía la renovación, dado que en el terreno solamente eran visibles las reseñas del sacerdote Ibáñez Langlois, o conciliábulos, como las tertulias literarias de Mariana Callejas, que se llevaban a cabo en un recinto que, como ya se sabe, albergaba a la par discusión literaria y torturas.

Orellana, hombre de izquierda, emigró de Guatemala para venir a cobijarse en el dorado Chile del Frente Popular, donde se empapa de los ideales del PC, mientras lee a Nicomedes Guzmán y a John Steinbeck. Abraza la causa del pueblo, ingresa a las Juventudes Comunistas y a estudiar al Pedagógico, mientras ve de lejos cómo su patria de origen lentamente se transforma en un satélite estadounidense, y en Chile cae la llamada “Ley Maldita”. Años turbulentos para Carlos Orellana, que parecen empezar a calmarse cuando ingresa a trabajar en un proyecto nuevo, la Editorial Universitaria, que nació como tal gracias a los buenos oficios de Arturo Matte Alessandri con el entonces rector de la U. de Chile, Juvenal Hernández, que convirtieron los talleres de imprenta de la casa de estudios en un sello que pervive hasta hoy.

Ahí Orellana ingresa y comienza una carrera que lo signa como uno de los personajes principales de la historia editorial chilena. En paralelo, Orellana ejerce el periodismo y la crítica literaria en El Siglo, y traba amistad con figuras intelectuales como Cedomil Goic, Francisco Coloane y Alfonso Calderón. En la década de 1960, Orellana asume el control de Universitaria, hasta entonces comandada por la madre de Michelle Bachelet, Angela Jeria, quien fue un engranaje importante en la gestación del proyecto y su consolidación como editorial, creando colecciones, especialmente textos escolares. En el trabajo en Universitaria, Orellana conoce a otro prócer de la edición chilena: Mauricio Amster. Orellana recuerda con nostalgia y orgullo uno de sus hitos, el rescate del cuento “Huacho y Pochocha”, de Enrique Lihn, incluido en la antología El nuevo cuento realista chileno, que Orellana compuso en conjunto con Yerko Moretic.

Orellana estuvo en Universitaria hasta 1968. Luego trabajó en la Universidad Técnica del Estado, para luego derivar a la mítica Quimantú, la editorial estatal creada por la Unidad Popular, donde organiza colecciones, publica revistas y se codea con autores como Alfonso Alcalde y José Miguel Varas, hasta que el golpe lo obliga a exiliarse en Francia. Vuelve a Chile una vez retornada la democracia, y en 1992 desembarca en Planeta, a un mundo editor distinto del que conoció en décadas pasadas. Ahora tenía que ser rentable. La cosa ahora es un negocio, como se lo decían desde Buenos Aires los regentes de la oficina chilena de Planeta. Asiste al nacimiento de la Nueva Narrativa, obra de la labor de búsqueda de nuevos escritores, a cargo de Ricardo Sabanes y del crítico Mariano Aguirre, hombres clave en la fundación de la colección “Biblioteca del Sur”.

Orellana tiene que entenderse con esta nueva camada. Arturo Fontaine, Gonzalo Contreras, Carlos Franz, Jaime Collyer, Alberto Fuguet, entre otros. Orellana fue testigo de cómo estos autores hacían noticia (en el diario La Época, especialmente) y se vendían como pan caliente, y luego también vio cómo las grúas (fenómeno nuevo por entonces) se los empezaban a llevar a punta de jugosos adelantos. Carlos Orellana estuvo en Planeta hasta el 2002 cuando le dijeron, el día de su cumpleaños, que tenía que limpiar su escritorio. Estaba despedido. Antes se dio gustitos, como tratar con Bolaño, que recaló en Planeta para publicar, en el sello Seix Barral, La literatura nazi en América, o también apreciar de primera mano el tristísimo y vergonzoso espectáculo que fue la censura -por parte del entonces Presidente de la Corte Suprema, Servando Jordán- del Libro negro de la Justicia chilena, de Alejandra Matus. Jordán frenó el libro aplicando la Ley de Seguridad Interior del Estado y Alejandra Matus tuvo que huir a Estados Unidos. Carlos Orellana no tuvo esa oportunidad, fue encarcelado junto con el gerente de la editorial, el argentino Bartolo Ortiz.

Al irse de Planeta, Orellana promete no poner nunca más un pie en una editorial. De seguro no fue así, porque, por ejemplo, en el 2008, Catalonia publicó Informe final. Memorias de un editor (sus memorias), donde cuenta con más detalles todas estas historias, que quedan. Las cenizas de Orellana seguro ya se diluyeron en el Pacífico.

 

José Ignacio Silva - La simple existencia / La Tercera. 25 de noviembre de 2013

 

 


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