La apasionada vida de un editor

Hernán Soto - 2008

 

Carlos Orellana, autor de Informe Final, memorias de un editor, está consciente de que su libro ha tenido eco de prensa y repercusión en el aletargado ambiente cultural, pero asume que esos signos no implican necesariamente circulación. Tiene además una experiencia reciente. Hace unos años su obra anterior, Penúltimo Informe, fue considerada una de las mejores del año, sin embargo, su circulación fue apenas mediocre. Espera ahora algo mejor, porque, como dice, lo principal para un autor es ser leído.

Nacido en Guatemala, vivió desde su infancia en Chile. Durante más de una década fue editor de la filial chilena de la transnacional Planeta. Antes de la dictadura Orellana había trabajado en la Editorial Universitaria, en la Editorial de la Universidad Técnica del Estado —cuya revista dirigió— y también en la revista cultural Aurora, ligada al Partido Comunista. En el exilio fue secretario de redacción de la mítica revista Araucaria. Como escritor participó en el grupo Litoral y en las ediciones correspondientes. Fue crítico literario en el diario El Siglo y con su amigo Yerko Moretic estuvo en la preparación de la Antología del nuevo cuento realista chileno, a principios de la década de 1960.

—A qué se debe esta curiosidad por el pasado, que no solamente se expresa en la literatura sino también en la historia, los ensayos y otros expresiones artísticas.

“Efectivamente, por razones que habría que investigar, en el último tiempo se han publicado bastantes libros de memorias, lo que no era habitual. Al punto que el Consejo del Libro ha creado la categoría Escritura de la memoria, porque antes no había cómo considerarlos, a menos que se les incluyera en la categoría de ensayos, lo que es absurdo. ¿Tendrá que ver con el nuevo Chile que surgió después del golpe? ¿Un Chile distinto, preocupado de saber qué país es, al que no convence mucho lo que antes se le dijo, que se siente desorientado y se acerca a las raíces? No lo sé. Es un fenómeno relativamente reciente.

La nueva narrativa tiene que ver con esto, y también la corriente de nuevos ensayistas, de gran valor. Los nuevos historiadores también constituyen otra expresión relevante de lo que digo. En ese contexto debemos situar las memorias, que tienen la ventaja de que están sembradas de personajes que no son tan lejanos como en la historia. De algún modo, en las memorias surgen personas que han tenido que ver con la vida del lector, aunque éste no las haya conocido personalmente. En mi caso, empecé a escribir estas memorias una vez que dejé de trabajar en Planeta: sentí que había llegado la hora de hacerlo. Siempre, en realidad, estuve garrapateando cosas, de la única manera en que sé hacerlo, como crónica de lo vivido”.

Libro y vida

—Pero se advierte también una necesidad de expresar una suerte de inquietud ciudadana e intelectual frente a los cambios en la industria editorial, que repercuten directamente en el papel del libro y en la cultura.

“Hay dos cosas. El Penúltimo Informe tuvo el propósito central de salir al paso a ese intencionado supuesto hastío con el tema del exilio. ¡Hasta cuándo se habla de exilio! era una frase que se escuchaba. Yo pensaba —y pienso— que se ha hablado poco del exilio, en términos de profundizar lo que fue la vida de tanta gente que tuvo que salir de Chile en un proceso que nunca había ocurrido en el país.

En este libro, hay una preocupación especial por el tema del libro. Sentí que tenía la responsabilidad de expresarla asociada con algo tan personal como contar mi vida. Vanidad personal que no tiene explicación, puede decir alguien. ¿Qué interés puede tener tu vida para que te decidas a escribirla y que los demás se enteren? Es un misterio. Lo que pasa es que hay otras cosas que están detrás. Recuerdo que Lucho Bocaz me decía que yo tenía la obligación de escribir un libro al que ya, incluso, le había puesto título: De Arbenz a Allende. Aunque yo llegué a Chile en 1940, a los 12 años, mucho antes que triunfara Jacobo Arbenz en Guatemala, eso es algo que me tocó muy de cerca. Me importaba mucho ese proceso de cambios al punto que estaba decidido a volver a Guatemala, cuando se produjo su caída producto de una vergonzosa intervención norteamericana.

Tengo una deuda mayor, que es escribir sobre mis hijos. Ese era mi propósito, pero en definitiva nada de eso salió en este libro. Y nada tampoco sobre mi viaje —como visita— a Guatemala más de cincuenta años después de haber salido de allá. Y pude recuperar parte de la vida de mi familia y de recuerdos de la época en que no estuve. Entre mis planes estuvo escribir una larga crónica, o una serie de crónicas, para la revista Punto Final. No lo hice porque soy perezoso y entonces tenía poco tiempo.

Volviendo a la pregunta. Estaba también el fenómeno del libro, que viví como asalariado de un grupo editorial multinacional que me acercó a una realidad poco sabida. Estudié cómo se estaba dando el fenómeno que tiene como una de sus expresiones la absorción de centenares de editoriales por grandes consorcios, y sus consecuencias en la cultura”.

Transnacionales del libro

—Ese es un tema central. ¿A qué lo atribuye?

“Curiosamente, pienso que el fin de ganar más no es lo fundamental, hay sectores económicos que son bastante más rentables. Entrar en la economía del problema es algo para lo cual no me siento calificado. Pero puedo aventurar algunas cosas. Cuando Bestelman, gigantesco consorcio alemán, sale a la caza de editoriales por el mundo, es parte del fenómeno de la globalización. El mercado local le quedó chico y, por otra parte, no se trata solamente de editoriales: también de medios de comunicación —diarios, revistas, radios, canales de televisión— y hasta bosques y fábricas de papel, para asegurar la materia prima. No sólo es un problema de poder económico, sino también de influencia y peso en la sociedad, que cada vez es más global”.

—¿Existe acaso una paradoja en el hecho de que muchos opinan que el libro tiene los días contados —porque sería reemplazado por el soporte electrónico digital, el ejemplar hecho a la medida, el soporte audiovisual— y que por lo tanto es extraño que se haga un esfuerzo por controlar una industria que estaría llamada a desaparecer, al menos en la forma en que la conocemos?

“Eso no lo he estudiado. Hasta ahora el problema central, a mi juicio, se ha vinculado a los tirajes, que deben ser cada vez más grandes para hacer más accesible el libro y obtener más ganancias globales. Es verdad que se avanza hacia el ejemplar por encargo, pero confío en que el libro seguirá existiendo como lo hemos conocido hasta ahora”.

—Frente a la globalización y el predominio de los consorcios transnacionales en el negocio del libro, ¿no sería conveniente que hubiera una editorial estatal, como en su momento fue Quimantú, para que al menos actuara como factor moderador del mercado?

“No está tan claro. Hay otros canales, que de hecho se están dando en Chile. Para mí ha sido una sorpresa saber la cantidad de libros que se están editando, especialmente en las universidades. Un ejemplo son las ediciones de la Universidad Diego Portales. Igualmente hay un importante trabajo de la Dibam, que utiliza como canales a editoriales privadas. Se produce entonces una participación estatal en la actividad editorial, que no tiene el carácter solemne de la editorial estatal y puede ser más flexible y eficiente. No está, por lo tanto, asegurado que la fórmula de una editorial del Estado sea la solución. España, Francia o México no tienen editorial estatal, pero hay una gran cantidad de publicaciones con respaldo del Estado.

Hace años fue notable el caso de la Colección Alerce, producto del cariño por la literatura del rector Eugenio González, de la Universidad de Chile. Alerce publicaba autores jóvenes, galardonados en un concurso, a través de la Editorial Universitaria. Ahora, el panorama es bastante malo. Hay un enorme patrimonio cultural olvidado. Libros que no se reeditan, que están perdidos. Y creo que eso se explica porque las apetencias de esta sociedad, fervorosa y ferozmente volcada al presente, tienen muy poco interés por el pasado, y me temo que también por el futuro. La sociedad de hoy se identifica con lujo, riquezas, placer, con el relumbrón y los éxitos”.

—En algunos comentarios se pone excesivo énfasis en sus opiniones sobre escritores, que pueden considerarse polémicas o indiscretas.

“En mis opiniones no hay un interés maledicente. Las formulo de buena fe, en el entendido de que las personas —todas— tenemos virtudes y defectos que se mezclan, conviven, aparecen según las circunstancias. Yo cuento, no descalifico. Reconozco que tengo una memoria que retiene detalles que, de acuerdo a las convenciones, podrían olvidarse. En algunos casos puedo haber cometido el error de recordarlos. Todos somos muy complejos. Lo importante es que de mi parte no ha habido mala fe.

El libro es una panorámica y en sus páginas hay decenas de personas. Ellas son también parte de mi biografía, son personas que yo conocí y que recuerdo. Claro, si seleccionamos sólo las opiniones polémicas, y las tratamos, además, de manera distorsionada, puede pensarse que es solamente una retahila de copuchas. Pero ése no es el libro”.

La revista “Araucaria”

—En sus recuerdos ocupa un lugar muy importante la revista “Araucaria”, que ha sido calificada, incluso, como la mejor revista cultural chilena y existió durante doce años en el exilio.

“Ya lo he dicho, Araucaria ha sido lo más importante que me ha ocurrido en mi vida profesional y política. Aprendí mucho y me desarrollé de manera significativa. ¿De donde surgió la idea de publicar la revista? Surgió en 1977, cuando el Partido Comunista, clandestino en Chile, había sido muy golpeado por la dictadura. Todo el mérito de Araucaria corresponde a Volodia Teitelboim. Siempre sostuvo que el partido debía tener una revista cultural.

En Chile, con influencia del partido, habían existido entre otras Pro Arte, Ultramar, La Gaceta de Chile que dirigió Neruda y después, ya como revista cultural del partido, Aurora. Yo fui secretario de redacción de esta última, en su segunda época. Me lo pidió Volodia que me había conocido a través de Yerko Moretic, cuando hacíamos crítica literaria en el diario El Siglo.

Volodia propuso a la dirección que funcionaba en Moscú la idea de una revista cultural en el exilio. En la reunión constitutiva, en Roma, Volodia propuso que yo fuera el secretario de redacción. El naturalmente sería el director. Desde el comienzo señalé que era indispensable un comité de redacción que funcionara regularmente, compuesto por compañeros que vivieran en París, ciudad en que se haría la revista que se imprimiría en España. Volodia fue un poco reticente pero aceptó. Mis atribuciones incluían solicitar y editar las colaboraciones y trabajar con el comité de redacción. Todo debía pasar por las manos de Volodia, pero pronto dejó eso de lado y me dio la responsabilidad de decidir, sin perjuicio de que yo lo mantuviera informado. Todo funcionó muy bien, mis relaciones con Volodia fueron invariablemente buenas. Era una revista amplia, plural, en absoluto sectaria, que logró casi de inmediato gran acogida en el exilio y pronto fue conocida en Chile. La primera edición de cuatro mil ejemplares se agotó pronto y hubo que hacer una segunda, de seis mil.

Se mantuvo hasta el año 1989. Fue una revista de chilenos para los chilenos. El tema central era Chile, aunque también asumió un sesgo latinoamericano. Las colaboraciones de intelectuales latinoamericanos debían ser referidas a Chile y a su realidad. Hubo excepciones, claro.

Como era esperable, hubo algunas diferencias. La primera ya la dije, el comité de redacción. La segunda, Volodia estaba bajo presión de hispanistas soviéticos, de intelectuales italianos y de hispanistas de países socialistas que querían publicar en Araucaria. Yo me opuse, había que defender un espacio que era de los chilenos, aceptando sólo por excepción otras colaboraciones. También tuvimos diferencias a propósito de un poema de Artur Lundqvist, un intelectual sueco de gran importancia y muy influyente en el Premio Nobel, que escribió una especie de biografía de Neruda en un poema muy extenso. La opinión nuestra fue que no podíamos publicar un poema que nos ocuparía la mayor parte de la revista. El texto, además, era poco comprensible en algunas partes. Podía prestarse para confusiones y malentendidos. Volodia también esta vez finalmente cedió, aunque no de buena gana.

Todo esto, como se ve, tiene poca importancia. Ninguna, frente a una relación cordial, amistosa y fructífera que merece ser reconocida. Volodia fue el primero que tuvo conciencia de la importancia de la revista, y siempre se jugó a fondo por ella, incluso enfrentando intrigas que pretendieron terminarla. Contó con el apoyo decisivo de Luis Corvalán. Araucaria siguió existiendo y por ese solo hecho, pienso que Volodia merece un reconocimiento especial. En ese sentido, Volodia jugó un papel importante en mi vida. Hay cosas que dándose por establecidas, a veces uno olvida destacarlas como merecen”.

 

Hernán Soto - Punto Final Nº 663 Chile 30 de mayo 2008

 

 


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