La cultura chilena en el momento del cambio

Carlos Orellana - 1990

 

«En Chile la dictadura ha impuesto la política como tema único respetable en todas las conversaciones». La afirmación la hace el protagonista de La desesperanza, de José Donoso (1), seguramente el menos «político» de los novelistas chilenos importantes. De allí el tono quejoso o de resignación entre encolerizado e irónico que transmite la frase del personaje.

La falta de resolución del escritor y las contradicciones de su pensamiento se manifestaron de modo bastante elocuente en los días del lanzamiento del libro en España. Donoso se resistió con visible molestia a los requerimientos periodísticos para que se pronunciara en forma más o menos clara sobre la situación política chilena; se negó a abordar el tema, lo que no dejaba de llamar la atención en el autor de una novela que en ese momento se anunciaba en los escaparates de las librerías madrileñas como el libro clave, o algo así, para entender los entresijos de la vida en el Chile de Pinochet. Exageraciones del editor aparte, lo cierto es que La desesperanza (título y programa) es, sin temor a equivocarnos, entre todas las novelas chilenas publicadas estos años, la que ha logrado reconstituir con mayor intensidad la atmósfera opresiva, de alucinación y horror que ha vivido el país bajo el régimen militar. No es el único ejemplo que pudiera citarse para mostrar que el papel de muchos intelectuales chilenos en este tiempo está repleto de situaciones paradójicas.

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A la hora de hacer el balance de los años de la dictadura, apenas necesita ser demostrado que el mundo de la cultura ha jugado un papel positivo en la lucha por cambiar el cuadro político del país. En el primer período, en particular, en que la dureza de la represión tornaba virtualmente imposible el desarrollo de acciones opositoras de masas, la rebeldía popular tenía a menudo como manifestación única el pequeño acontecimiento cultural: los mensajes cifrados del «Canto nuevo», las metáforas de los textos teatrales y poéticos que «decían sin decir»; eventos producidos por agrupaciones estudiantiles o entidades artísticas independientes radicadas en peñas o en incipientes casas de cultura.

Eran formas de respuesta política, pero eran también expresiones específicas de una creatividad que necesitaba probar y probarse que estaba viva. Un capítulo muy importante en este terreno lo constituye la llamada «cultura chilena del exilio», cuya vitalidad se explica por la gran masa de intelectuales que abandonaron el país y que, sobre todo en los primeros años del destierro, dieron muestra de una gran coherencia de propósitos y una estimable energía creadora. Muy activos se mostraron los escritores, los músicos, los cineastas, y al lado de ellos, un impresionante contingente de académicos que poblaron y pueblan todavía innumerables universidades norteamericanas, de la América Latina, y aun de algunos países europeos.

Paralelamente a esta lucha que libraba el mundo de la creación artística por sobrevivir, se producía otro fenómeno de mucha significación: el nacimiento y posterior consolidación de formas de educación alternativa, que surgieron como réplicas al proceso de demolición de la enseñanza pública emprendido por la dictadura militar.

Poco suele hablarse de este fenómeno a la hora de abordar el tema del estado y responsabilidades de la cultura chilena y, sin embargo, es bastante probable que sea aquí donde puedan encontrarse algunas de sus claves. Porque aunque es verdad que Pinochet nunca logró contar con un frente verdadero de apoyo entre la gente del área cultural (no hubo, desde luego, una cultura oficial, como la que se conoció en la España de Franco o en la Italia fascista), no hay que engañarse: su régimen sostuvo una política cultural perfectamente definida y coherente, que no se ocupó de la totalidad del entramado de la vida cultural del país (salvo determinadas disposiciones restrictivas no intentó influir, por ejemplo, en la literatura y las artes, disciplinas que, a juicio nuestro, simplemente no le preocupaban), pero atacó a fondo, ajustándose a un plan meditado y preciso, aquello que de verdad le interesaba. Las experiencias vividas en la educación en este período no tienen parangón en toda la historia del país, tanto por la celeridad con que han sido realizados los cambios y la ambición de sus propósitos, como por la profundidad de los trastornos ocasionados. La aplicación a outrance, por otra parte, de los dogmas mercantiles de la Escuela de Chicago, ha producido mutaciones no sólo en la vida económica, sino en la ideología, en las costumbres, en los anhelos de la gente: el resultado de todo esto es que el perfil cultural de Chile es hoy completamente diferente de lo que fuera.

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¿Situaciones paradójicas en el papel del intelectual chileno durante los años de la dictadura? Ciertamente. Nuestros escritores, por ejemplo, acusaban ya en el breve período de la Unidad Popular ciertos síntomas de incomprensión de su entorno o, para decirlo de otro modo, vivían un fenómeno de desajuste entre las intenciones que su sensibilidad podía dictarles y las dificultades que tenían para organizar un pensamiento vertebrado, un cuerpo de ideas coherente capaz de hacer de puente entre la plenitud estética y la lucidez cívica. Digamos, a este propósito, que la concepción clásica del vate, del augur, el que escudriña y descubre lo que viene, estaba por ingrata paradoja ausente de Chile justamente cuando el país vivía una época cargada de futuro; es decir, cuando con toda probabilidad más lo necesitaba.

Ni siquiera en términos de creación propiamente literaria el período ha dejado huellas considerables. ¿Fue quizá demasiado breve? Es posible. Aunque igual nos es difícil deshacernos de la desconsoladora imagen del escritor rezagado -por las razones que sea— con respecto a las exigencias de su tiempo.

A partir del golpe de Estado del 73 la situación fue por cierto diferente. Decenas de miles de chilenos, entre los cuales estaba lo mejor de la gente que en el país crea y piensa, se afincaron en países extranjeros. Surgió así el fenómeno ya mencionado de la producción cultural del exilio. En el interior del país se vivió inicialmente un período que dio en denominarse «apagón cultural», lo que debe entenderse como «fenómeno de parálisis, de estupor y miedo, una pausa de silencio» (...)que «no acreditaba ni la decadencia ni mucho menos la defunción de un conjunto de actividades creadoras que de todos modos era imposible que desaparecieran» (2).

Llevó algunos años desentumecerse, sacudir el letargo, dar por cerrado el paréntesis. Cuando se logró, el habla recuperada por obra de la confluencia de más de una vertiente, sonaba de una manera diferente, mostraba otras señas, y éstas, además, iban cambiando conforme se sucedían las diversas etapas de la dictadura. La tarea intelectual se teñía ora de los maximalismos de siempre con sus simplificaciones inevitables, ora de timideces inesperadas que se aproximaban peligrosamente al franco conformismo. El regreso de muchos exiliados, que se convirtió en un flujo acelerado y constante a partir de 1983 -año de aperturas considerables— vigorizó de manera notable la actividad cultural. Las voces de protesta y de crítica se hicieron más audaces y robustas, más eficaces e incisivas. Ese año se levantó la censura a la publicación de libros y más de doscientas mil personas se reunieron al aire libre para conmemorar los diez años de la muerte de Neruda; mientras tanto, salían a la luz pública los primeros grandes conglomerados políticos, y los medios escritos de comunicación de masas opositores se tornaban temerarios y alcanzaban un auge inusitado.

El intelectual chileno - el que no se había movido del país o el que venía llegando del exilio— no era ya en efecto el mismo de antes. La buena voluntad en la toma de posiciones no siempre halló la correspondencia esperada —citemos otra vez el caso de la literatura— en el nivel de la creación propiamente tal. Decenas de escritores,deseosos de plasmar en sus libros la realidad de la vida cotidiana del Chile de Pinochet, han conseguido a menudo sólo textos de ocasión, a veces emocionantes pero por lo general sin profundidad, sin el relieve de la auténtica obra de arte, la que convierte lo real en entidad verdadera con el solo recurso de la imaginación creadora, ayudando al historiador y aun superándolo en el restablecimiento de los datos que configuran el drama espiritual de una época.

En años más recientes, la vida cultural chilena se ha ido viendo también poco a poco envuelta en la ola neoconservadora que tiñe las ideologías en todos los puntos del planeta. La «thatcherización» del pensamiento de escritores, artistas, sociólogos, historiadores, economistas -fenómeno casi inimaginable en el Chile de hace no muchos años- tiene hoy características cercanas a una verdadera epidemia. El squema no es muy diferente de como se da en otros países, en particular de los de la Europa del capitalismo desarrollado: quemar lo que ayer se adoró, pasar del frenesí ultraizquierdista, del «guevarismo» vociferante y febril a las cómodas posiciones de un neoliberalismo que tranquiliza conciencias propias y ajenas.

Cambian las ideas y tras ellas las palabras; la dictadura deja de llamarse dictadura y pasa a ser sólo régimen autoritario, y luego vienen los proyectos políticos, que en Chile, como en Argentina o Uruguay, llevan el olvido desde la simple intención hasta la formulación programática.

Algo de estas mutaciones pudieron advertir los madrileños que estuvieron presentes en los coloquios realizados dentro del marco de «Chile Vive», el magno encuentro celebrado en febrero de 1987. Hubo casos en que la presencia y participación de españoles salvaron el interés de algunos debates, librándolos de su carácter elusivo y errático.

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Hay un aspecto más al que es obligatorio aludir en todo análisis de la realidad cultural chilena de hoy. Del mismo modo como lo hemos hecho con los otros temas, nos limitamos a citarlo; es evidente que todos ellos merecen una reflexión en profundidad que no es lo que nos hemos propuesto con estas notas.

En Chile funciona un número no desdeñable de institutos cuya labor principal está centrada en la investigación en diversos campos de las ciencias humanas. Algunos desarrollan también la docencia, y todos cuentan con planes más o menos extensos de publicación de revistas y libros. En estos institutos, financiados casi sin excepción por fundaciones internacionales, trabaja un número muy alto de sociólogos, especialistas en ciencias políticas, economistas, historiadores, críticos literarios y de arte, novelistas, dramaturgos, periodistas, etcétera.

No parece aventurado sostener que la presencia de estos institutos marca de manera muy profunda la vida intelectual chilena del presente. ¿Tanto como para pensar que en el país se ha generalizado ya (conforme a las tesis de un conocido sociólogo norteamericano) el desplazamiento del «intelectual orgánico», que la izquierda postulaba antes y durante la década del 60, por el «intelectual institucionalizado», de franca filiación de centro/derecha? Es un tema que merce la pena de ser investigado. (3)

No se agota con esto, naturalmente, el cuadro de carencias y haberes de la cultura chilena. No costaría mucho abundar, si ese fuera el propósito, en la labor de los músicos, de los pintores, de la gente de teatro; sobre todo, de los poetas. Y examinar su proyección en la vida política y social.

La poesía es un capítulo especialísimo, no fácil de cerner, porque en un Chile sometido a terribles tormentos, humillado y empobrecido, condenado a la mediocridad y a la desesperanza, los poetas nunca dejaron de escribir mucha y buena poesía. Los grandes de otros tiempos tienen asegurados sus relevos. Tal vez nos falte por ahora el poeta-fundador, el que asegura la identidad colectiva, el que recoge las luces y los frutos y los reparte a todo un pueblo, como lo fue Neruda en una buena medida. Pero la legión de buenísimos creadores que han producido y siguen produciendo poesía en estos tiempos, cualesquiera que hayan sido o sean las condiciones que los rodeaban, han conseguido con la nobleza de su verbo que los chilenos nos sintamos, a pesar de la adversidad, más plenos y más dignos.

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Pero ni la mejor poesía va a ser suficiente, claro está, para redimir por sí sola al país de su postración cultural. Todas las consideraciones sobre los daños sufridos por las letras y las artes tienen sólo un alcance retórico si no atendemos el problema principal: el de las bases estructurales de la cultura nacional, aquellas que tienen que ver con la educación, con la influencia de los medios de comunicación de masas, o con el problema de los ideales, de las motivaciones colectivas.

Digamos, por insólita que parezca la afirmación, que el asesinato de Víctor Jara es un crimen de consecuencias infinitamente menos graves que las que ha acarreado al país el cataclismo cultural provocado por la dictadura, al demoler el sistema educacional que existía hasta antes de su instauración. El régimen ha conseguido —coordinando lo que su enseñanza imparte con lo que los medios de comunicación propalan y lo que sus códigos económicos y sociales inspiran- que una parte muy grande de la población chilena, mayor que la que pudiera prestarle un apoyo puramente electoral, haya hecho suyos algunos de sus modelos, de sus aspiraciones y normas de convivencia.

No es fácil decirlo así, en forma quizás excesivamente categórica, pero muchos pensamos que Pinochet ha ganado en Chile algunas batallas fundamentales de la guerra ideológica. Para comprobarlo, habrá que pesquisar en qué proporciones los chilenos de todas las capas sociales han adoptado los ideales del individualismo rabioso, del culto al dinero (fácil), del exitismo, del delirio consumista, de la complacencia frente a la corrupción, del conformismo y el espíritu conservador, del desprecio por los valores mínimos de la comunicación y la solidaridad colectivas.

Esos patrones ideológicos tienen un caldo de cultivo: la fractura cultural sufrida por el país, el vacío traumático de formación e información que han dejado los años de dictadura, la regresión en el hábito de opinar con libertad, de apoyarse para ello en referencias públicas libres, y de interesarse en esas referencias y saber buscarlas.

Se cita el caso de cómo perdió Chile la honrosa fama que tenía de ser una de las naciones latinoamericanas con más alto estándar de lectura, y se cae, a nuestro juicio, en la fácil explicación de atribuirlo únicamente a los niveles de miseria. Esa es también una razón pero de ningún modo la única y ni siquiera la más importante. La verdad es que hoy el chileno medio —y no sólo el de las capas pobres de la poblaciónaparece como ciudadano a quien la letra impresa ha dejado de interesarle. Cunde por este motivo la alarma por los bajísimos índices en la compra de libros, sin que, sin embargo, se advierta la misma preocupación por la catastrófica realidad que muestran las ventas de diarios y revistas. La mayoría abrumadora de los chilenos no lee hoy libros, pero tampoco lee prensa. Tenemos la grave impresión de que, por desuso, una cuota elevadísima de nuestros compatriotras está convirtiéndose en lo que los educadores llaman analfabeto funcional. El chileno es hoy, casi por definición, un consumidor voraz un tanto idiotizado de su vertiente formativa e informativa virtualmente única: la televisión. Y todo conduce a pensar que las cosas seguirán así mientras un nuevo cataclismo cultural, esta vez de signo democrático, no disponga lo contrario.

La transición a la democracia será una perspectiva frágil, tendrá mucho de tarea hecha a medias, de salvataje quizá sólo precursor de nuevos naufragios, si el proyecto político y social que se ponga en marcha no logra remover las aguas del pantano cultural en que la dictadura hundió a Chile; removerlas y sacar de allí el país.

 

1- Seix Barral, Barcelona, 1986
2- Jacqueline Mouesca. Plano secuencia de la memoria de Chile. Veinticinco años de cine chileno (1960-1985). Edic. del Litoral,Madrid-Santiago, 1988, p. 159.
3- James Petras. «La metamorfosis de los intelectuales latinoamericanos», revista Contrarios n°. 2, Madrid, 1989, pp. 210-219.

 

Carlos Orellana - Cuadernos Hispanoamericanos Nº 482-483, España, agosto-septiembre 1990

 

 


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