¿Nueva narrativa o narrativa chilena actual?

Carlos Orellana - 1997

 

La ambigüedad, la falta de precisión y la confusión de criterios con respecto a cómo se configura este fenómeno de la llamada Nueva Narrativa Chilena, queda desde el principio de manifiesto aun antes de haber comenzado la discusión. En la convocatoria de los organizadores del Seminario se anticipa una suerte de proposición, no explícita aunque sí evidente: toda la publicidad previa ha sido acompañada con un montaje fotográfico donde figuran diecinueve rostros de escritores, y en el suplemento de Literatura y Libros de La Época, del domingo inmediatamente anterior a la inauguración del torneo, se publican entrevistas justamente a esos mismos diecinueve escritores. Sea que se diga o no de modo expreso, es evidente que tras esta insistencia hay claramente una opción.

La nómina es difícil de aceptar de buenas a primeras. No figuran en ella Diamela Eltit, Ana María del Río, Marcela Serrano, Alejandra Rojas. A primera vista, alguien podría atribuir estas inexplicables omisiones a un simple fenómeno de misoginia. Porque la exclusión de Alejandra Rojas podría atribuirse a lo reciente de su aparición en la escena literaria, y la de Marcela Serrano a las dudas que muchos tienen sobre sus verdaderos méritos literarios (a más de alguien-por lo general novelistas, es decir, competidores- se le ha escuchado alguna vez decir: "¿Marcela Serrano? ¡Por favor! ¡Estamos hablando de escritores!"), pero olvidar a Diamela Éltit y a Ana María del Río es casi inexcusable.

Pero, claro, también hay varones entre los ausentes. Carlos Cerda, Hernán Rivera Letelier, Rafael Gumucio. Del primero se supone -aun­que no se ha dicho- que el problema es que ya superó la barrera de los 50 años. ¿Pero y en cuanto al segundo? ¿Es tal vez el problema de la temática de sus libros? ¿Acaso esta solitaria incursión en las historias del universo obrero se considera ajena a los sustratos narrativos de la "nueva novelística"? Sería bueno escuchar las razones. ¿Y Gumucio? ¿Acaso por ser demasiado joven? Tiene la misma edad que Andrea Maturana y, como ella, ha publicado hasta la fecha sólo un libro de cuentos.

La discriminación por un problema de edad, en el primer ejemplo, podría entonces hacer pensar que el criterio con que se ha configurado el plantel de los elegidos se apoya en una tesis generacional. Tampoco es el caso, sin embargo. Basta comparar las edades y advertir, por ejemplo, que algunos autores como Darío Oses, Arturo Fontaine o Marco Antonio de la Parra bien podrían ser -por diferencia de edad- padres de Andrea Maturana.

La confusión no se despeja sino que se acentúa leyendo las respuestas de los 19 de la fama. Van desde las muy elaboradas y concienzudas de Roberto Ampuero hasta las irónicas y mínimas de Gonzalo Contreras, para quien, "con suerte", existe apenas "una narrativa", cuya característica sobresaliente es escribir "de corrido". Algunos, como Andrea Maturana, piensan que tal Nueva Narrativa "no existe", y que el hablar de ella corresponde al "afán de la gente, esa especie de necesidad de ponerle nombre a todo para ordenarlo". René Arcos piensa, por su parte, de modo categórico, que "la Nueva Narrativa es más un fenómeno editorial que un movimiento literario".

No le falta razón a Arcos. Porque la verdad estricta es que, aunque la denominación flotaba en el ambiente literario desde mediados de la década de los 80, quien la acuñó de modo explícito y la puso oficialmente en circulación, fue Jaime Collyer, en 1992, en un artículo publicado en la revista Apsi. El era, en ese entonces, editor de la editorial Planeta, y su desafiante anuncio de la llegada de este nuevo movimiento literario se apoyaba, no sólo en la realidad creadora de quienes él presumía que lo integraban, sino en las presuntas posibilidades editoriales que se habían abierto para estos nuevos narradores.

Collyer logró así algo que no era nuevo en la historia literaria, y no debe por lo tanto ni sorprender ni escandalizar a nadie. Todos saben, por ejemplo, que la denominación Generación del 50 fue una invención de Enrique Lafourcade, y que en una cierta medida la buena nueva de su existencia se propagó y arraigó gracias al apoyo de la entonces poderosa e influyente Editorial Zig-Zag. La noción, por otra parte, de boom de la narrativa latinoamericana fue un eslogan puesto en circulación y explotado a fondo por la editorial barcelonesa Seix Barral. Incluso algo de tanta aparente solvencia intelectual como el llamado movimiento de los Nuevos Filósofos en Francia, fue en tanto denominación el invento de una editora de Gallimard, la prestigiosa editorial parisina.

Ahora bien, productos o no del ingenio y la inventiva de alguien, lo cierto es que tras el eslogan siempre hubo una realidad concreta: escritores que hacían lo suyo y que lo llevaban a cabo de un modo que suscitaba la curiosidad y el interés públicos.

En Chile, en efecto, cuando Collyer publicó sus artículos, algunos escritores estaban produciendo y llamando la atención de los lectores. Una narrativa -nueva o no- se había puesto en marcha causando un no desdeñable impacto público.

El fenómeno llamó de inmediato la atención porque mostró que, junto con el cambio político -el fin de la dictadura- en la narrativa estaban también ocurriendo cosas nuevas. Se salía de un largo período de sequía de la vida cultural chilena y, en particular, de la creación literaria.

El régimen de Pinochet, como se sabe, removió el sistema hasta sus raíces y fundó, de hecho, un Chile radicalmente distinto del anterior. Sus escritores resintieron la magnitud de la hecatombe de los comienzos y la profundidad de las transformaciones que vinieron a continuación. En la actividad creadora se produjo una suerte de embotamiento inicial, de mudez voluntaria o forzada, y durante largos años la literatura exhibió algo cercano a la afonía. Salvo los poetas, que se las arreglaban de alguna manera y que mostraban incluso una cierta locuacidad, de los narradores se supo poco. Entre los de más edad una buena parte emigró; también no pocos jóvenes, y entre éstos, muchos de los que se quedaron han declarado alguna vez que sintieron, además, una suerte de huerfanidad ante la ausencia de sus mayores, particularmente los de la generación inmediatamente anterior. Les costó, en estas condiciones, reunir las fuerzas necesarias para decidirse a reaccionar, sacudir el morbo que los mantenía aletargados y salir a buscar los caminos posibles de la creación.

Como quiera que sea, el resultado es que en esos dieciséis años se publicaron muy pocas novelas y libros de cuentos. La censura influyó, desde luego, así como la jibarización de la actividad editorial, más el completo desinterés de los escasos enclaves que sobrevivieron en este campo por publicar libros chilenos. Pero no fue lo único y quizás ni siquiera lo más importante, porque -para aludir de paso a un tema que merece un examen separado, que no es materia de estas notas- los escritores del exilio, por ejemplo, que no sufrieron esta situación de restricción y asfixia, tampoco mostraron excesiva vitalidad en la producción narrativa.

La dificultad de los novelistas para superar la mudez puede interpretarse como un fenómeno de trauma espiritual, una semiparálisis del impulso creador. Los sentimientos que seguramente dominaban a los narradores, particularmente al joven, parece que se definían por una confusa mezcla de desorientación, rabia, miedo, estupor, fastidio, desconcierto e indiferencia, y nada de eso sirvió en ese instante para producir una obra valedera. Se necesitaba tiempo para que las piezas del puzzle cultural desordenadas por la situación cataclísmica que había vivido el país, se recompusieran de alguna manera, permitiendo un nuevo modo de aprehender la labor artística e intelectual.

La verdad es que la mayor parte de los dieciséis años de dictadura aparecen como un interregno mezquino, dominado en lo que a la novela chilena se refiere, por la mediocridad o la afasia. Se publicaron ciertamente algunos títulos rescatables, poquísimos, y como siempre, golondrinas solitarias que no podían convertir en verano un invierno tan aciago como fue el del gobierno militar.

Aunque, como sabemos, entre los procesos políticos y los fenómenos culturales no hay necesariamente una rigurosa sincronía, lo cierto es que el fin de la dictadura fue marcado, casi de inmediato, por signos nuevos en la producción literaria. Pocos meses después de la reinstalación de las autoridades democráticas, se publica, en agosto de 1990, Sobredosis, de Alberto Fuguet, que entonces tenía sólo 26 años.

Este breve volumen de cuentos apareció, de algún modo, como el heraldo de un tiempo inaugural de la narrativa. Es cierto que el año anterior se habían publicado dos novelas de autores también nuevos: El infiltrado, de Jaime Collyer y Santiago cero, de Carlos Franz. Y también es verdad que la Editorial Planeta, en la que el editor argentino Ricardo Sabanes y el crítico chileno Mariano Aguirre habían fundado tres años antes la Biblioteca del Sur, mostraba un cierto dinamismo publicando a autores como Fernando Jerez, Marco Antonio de la Parra, Agata Gligo y rescatando parte de la obra narrativa de algunos escritores que habían vivido o vivían todavía en el exilio, como Ariel Dorfman, Antonio Skármeta, Poli Délano, Fernando Alegría. Pero con el libro de Fuguet surgía un fenómeno enteramente nuevo: el eco en el público. Sobredosis, que recibió muchos elogios (aunque también fue ácidamente atacado por la crítica más influyente), tuvo una clamorosa acogida entre los lectores. Se agotaron con rapidez sorprendente varias ediciones, y su autor pasó de golpe y porrazo a convertirse en una suerte de celebridad literaria; más que eso, en algo así como el escritor fetiche de la joven generación. Con su libro, fuera de la indudable apertura temática y de las innovaciones formales que pudiera o no pudiera aportar, lo verdaderamente novedoso residía en la recepción pública. Tras los largos años de agotamiento literario, que había levantado una barrera entre escritores y lectores nacionales, nuestros narrradores lograban otra vez conectarse con sus interlocutores naturales. Durante años, nadie leía libros chilenos; la situación, ahora, comenzaba a revertirse. (*)

Al año siguiente la Biblioteca del Sur definió con más claridad su línea, incluso desde el punto de vista gráfico, y publicó las novelas Vaca sagrada, de Diamela Eltit y Cuerpos prohibidos, de Marco Antonio de la Parra, que afirmaron la presencia de estos narradores. Pero sobre todo logró un gran impacto con la publicación del segundo libro de Fuguet: la novela Mala onda, que se convirtió en un gran acontecimiento literario y editorial, por el notable impacto entre los lectores y la virulencia de ciertos sectores de la crítica. No fue la única obra exitosa: una sorprendente difusión alcanzó también la novela Nosotras que nos queremos tanto, con la que debutaba Marcela Serrano; y al margen del atractivo asentado en una temática propuesta como señuelo, una antología de cuentos eróticos tuvo la virtud de mostrar la creciente madurez de un grupo de cuentistas de la nueva hornada: Andrea Maturana, Darío Oses, Ana María del Río, Carlos Cerda, Pía Barros, entre otros de trayectoria ya probada.

Dos novelas aparecidas en los meses siguientes terminaron por consolidar la imagen de que en la narrativa nacional estaban pasando cosas nuevas. Con La ciudad anterior, de Gonzalo Contreras, y Oír su voz, de Arturo Fontaine, se afirmó el fenómeno que mostraba de modo más elocuente las diferencias con los tristes años de la dictadura: el lector chileno estaba descubriendo las letras nacionales y se mostraba no sólo receptivo sino hasta entusiasta, comprando sus libros y leyéndolos.

Fue en ese momento que Collyer publicó en su columna de Apsi su desafiante anuncio de que una Nueva Narrativa había nacido y estaba pasando aceleradamente a la ofensiva, y lo que estaba ocurriendo parecía darle la razón.

Lo que vino después, sin embargo, cambió la naturaleza del cuadro, porque aquellos a quienes nos tocó en Planeta asumir la responsabilidad editorial teníamos una idea un tanto diferente. Era evidente, es cierto, que en ese instante un pequeño grupo de escritores aparecía como una suerte de vanguardia, presidiendo esta especie de mini-boom. Pero los signos que pudieran haber configurado una Nueva Narrativa con características de movimiento, de conglomerado con rasgos válidos para legitimar el esfuerzo de agruparlos, se desvanecieron muy rápidamente. Nosotros tomamos en cuenta, por una parte, una realidad desdeñada localmente por quienes no lo habían vivido: la de los escritores del exilio -algunos de los cuales habían hecho la opción de no regresar-, y la de quienes por su edad difícilmente podían ser aceptados como integrantes de una Nueva Narrativa, compuesta supuestamente sólo por jóvenes (hecho que por cierto estaba lejos de ser evidente). Fue, en consonancia con esta apertura que ese año, 1992, Planeta publicó -aparte de los libros de cuentos de Jaime Collyer y Sergio Gómez y la novela Machos tristes de Darío Oses- Cobro revertido, novela de José Leandro Urbina, residente entonces y todavía hoy en Canadá; al año siguiente Morir en Berlín, de Carlos Cerda, y luego El correo de Bagdad, de José Miguel Varas y Círculo vicioso, de Germán Marín. Sin dejar por eso de continuar publicando a Gonzalo Contreras y Alberto Fuguet, y a escritores como Ana María del Río o Ramón Díaz Eterovic, o autores nuevos, como Sonia González, Alejandra Rojas, Mauricio Electoral, René Arcos, Radomiro Spotorno, Rafael Gumucio y muchos más.

La Biblioteca del Sur de Planeta sufrió, de este modo, un viraje profundo. Dejó de ser la colección reservada a los jóvenes de lo que creía entenderse como Nueva Narrativa, lo que hizo arrugar muchos ceños, originando disgustos y recriminaciones. Un escritor habló de que la Biblioteca se había chacreado abriendo sus puertas a los advenedizos. Al parecer, a diferencia de Collyer, cuya nómina de nombres en la Nueva Narrativa Chilena era larga y generosa, aquel intolerante novelista se parapetaba tras la idea de una colección cerrada, un coto reservado a media docena de elegidos.

Con el tiempo creo que quedó claro que aquel cambio no fue ni casual ni caprichoso. Correspondió a una opción que se apoyaba en una visión meditada de nuestra realidad cultural. Tenía en cuenta el dato nada trivial de los casi diecisiete años de dictadura que vivió Chile, que habían cambiado profundamente no sólo el perfil político al país, como ya hemos visto, sino también su fisonomía cultural.

Lo cierto es que hay hoy en Chile una más o menos extensa narrativa nacional, amplia y de características no siempre fáciles de discernir. Críticos y profesores de literatura han aportado sus análisis; como editor, he hecho mi propio examen.

Me atrevo a señalar que la narrativa de la década final del siglo muestra, entre otros, los siguientes rasgos: hay muchos escritores de edades, temperamentos y estilos muy diferentes entre sí, escribiendo y produciendo obra de calidad. Cultivan temas nuevos y muy variados, rechazando en una suerte de consenso tácito las historias que puedan sugerir intenciones de redención social ("En su diversidad -dice René Arcos, a propósito de estos escritores- lo que me parece común es la ausencia de una épica"); los dominan el escepticismo y el desencanto y carecen de todo propósito programático: su único programa es, en verdad, ser escritores. Los más jóvenes escriben sus primeras obras mostrando una destreza narrativa mayor que las que tenían los escritores de otras generaciones cuando comenzaban; son, además, individualistas, rechazan instintivamente todo lo que huela a agremiación y los nexos solidarios entre unos y otros son extremadamente débiles: no son colegas, son competidores. Componen sus historias con materiales del presente o del futuro inmediato; el otro Chile, el anterior a septiembre de 1973, no lo conocieron y tampoco tienen interés en él. En este sentido, los aventajan los novelistas y cuentistas que ya van en la cuarentena: tienen un pie en el país del pasado y otro en el presente. En cuanto a los mayores, los de cincuenta años o más, tienen vigencia aquellos que son capaces de escribir novelas y cuentos con temas de los "dos Chiles", pero manejando las técnicas actuales y adoptando la óptica y la sensibilidad de un escritor de hoy.

La llegada de la democracia y la reinstalación de condiciones socialmente favorables a la actividad creadora, encuentra a este extenso conglomerado de escritores ansiosos por hacer lo suyo. Todos ellos son los que forman, quizás no la Nueva Narrativa, pero sí la Narrativa Actual, que es lo que cuenta. La que tiene vigencia, validez literaria, y que es capaz de hacer del lector su cómplice necesario. Son esas novelas, esos libros de cuentos los que pudieran ofrecerse a quien intente desentrañar, por esta vía, algunas de las claves espirituales del país.

Es en relación con esto último que propongo una suerte de canon, estrictamente personal, de las quince novelas que en mi opinión están plenamente calificadas para servir para entender nuestro país, a quien pueda necesitarlo, más allá de sus apariencias y virtualidades. Tal vez no sean en todos los casos las mejores, pero sí las más significativas conforme al propósito señalado. Las enumero por estricto en orden alfabético de autores:

1. Morir en Berlín (Carlos Cerda)
2. Cien pájaros volando (Jaime Collyer)
3. La ciudad anterior (Gonzalo Contreras)
4. Los siete días de la Sra. K (Ana María del Río)
5. Los vigilantes (Diamela Eltit)
6. Oír su voz (Arturo Fontaine)
7. El lugar donde estuvo el paraíso (Carlos Franz)
8. Mala onda (Alberto Fuguet)
9. Ay, mama Inés (Jorge Guzmán)
10. Las cien águilas (Germán Marín)
11. El viaducto (Darío Oses)
12. La reina Isabel cantaba rancheras (Hernán Rivera Letelier)
13. El beneficio de la duda (Alejandra Rojas)
14. Nosotras que nos queremos tanto (Marcela Serrano)
15. La novela de Galvarino y Elena (José Miguel Varas)

Las más significativas, en efecto; no necesariamente las mejores. Por favor, rebobinar, por ejemplo, es superior literariamente a Mala onda, pero ésta la supera por su carácter emblemático, de obra "de culto" para sectores muy amplios de la juventud chilena. Siete días de la señora K no es la mejor novela de Ana María del Río, pero más que ninguna de las otras suyas, señala un hito en la narrativa femenina chilena, por el salto adelante que representa su tratamiento del erotismo en la mujer. Está, en fin, el caso de José Miguel Varas, cuya Novela de Galvarino y Elena no alcanza el nivel de El correo de Bagdad. Aquélla, sin embargo, tiene el doble mérito de abordar una temática popular apartándose de la vieja óptica de la novela social tradicional, y de estar trabajada como novela-testimonio, que es un género de grandes posibilidades que tiene poquísimos precedentes entre nosotros.

En este canon se han dejado fuera autores que tienen una línea de trabajo continua e importante, como Ramón Díaz Eterovic, Roberto Ampuero, Adolfo Couve y otros, por la sola razón de no descubrir nosotros en su obra -cuya calidad es indudable- una novela que pudiera perfilarse copio logro sobresaliente conforme a la idea que sustenta nuestra selección.

Tampoco se ha tomado en cuenta la obra de aquellos novelistas que, hacia el término de la dictadura, habían ya publicado la mayor parte de sus novelas y, entre ellas, las de mayor calificación. Es el caso de José Donoso, Jorge Edwards y Enrique Lafourcade, entre otros.

Finalmente, no hemos considerado la producción, cada día más relevante, de los chilenos que han hecho su carrera literaria en el extranjero, como Isabel Allende, Luis Sepúlveda, Ariel Dorfman o -el más reciente de todos- Roberto Bolaño. No todos aceptan la idea de integrar con plenitud de pergaminos esta literatura al tronco madre, la narrativa que se produce y se publica en el interior de Chile. No es nuestro ánimo introducirnos en el tema. Señalemos únicamente-sólo para invitara la reflexión­que una novela como La casa de los espíritus, o aún Paula, ha llevado el aura de "lo chileno", la percepción de esa noción inefable que es la identidad nacional, a más lectores en el mundo que todas las novelas chilenas juntas aparecidas en el siglo XX.

Narrativa Actual, en suma, denominación que en apariencia no dice nada, aunque en verdad lo define todo. Todo lo necesario, al menos, para mostrar la riqueza y variedad de una novelística que cierra la centuria sin desmerecer las calidades que a lo largo de ésta mostraron sus predecesores. Termina bien el siglo y se anuncia bien el que viene.

(•) A título de curiosidad, señalemos que el mismo mes en que apareció Sobredosis, la diminuta editorial Emisión -apéndice de la revista Análisis- publicaba la novela de Luis Sepúlveda El viejo que leía novelas de amor, sin que tuviera el menor eco público. Dos años después, en 1992, se publicó con el mismo sello editorial Mundo del fin del mundo, que tuvo idéntica mala fortuna. Fue sólo en 1993, cuando las ediciones alemanas y francesas del autor lo catapultaron a la fama, que el lector chileno se dio por aludido. Las dos ediciones chilenas mencionadas son hoy, ciertamente, rarezas bibliográficas.

Carlos Orellana es editor en la filial chilena de editorial Planeta

 

Carlos Orellana - in Nueva Narrativa Chilena, de Carlos Olivarez, LOM ediciones. 1997

 

 


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